por FEDERICO MAYOR, DIRECTOR GENERAL DE LA UNESCO
UNA tarea concreta nos incumbe cuanto se trata de la protección y la aplicación de los derechos humanos: consolidar y extender a toda la comunidad humana la participación en los instrumentos internacionales adoptados en la materia por la Organización de las Naciones Unidas, la Organización Internacional del Trabajo, la UNESCO y otros organismos.
Esta universalidad práctica, efectiva, que estamos empeñados en conseguir, será sólo el reflejo y el corolario de aquella que es su fundamento: la universalidad axiológica, es decir, la de los valores enunciados en la Declaración Universal de Derechos Humanos, texto memorable cuyo 45° aniversario celebramos en 1993. Universalidad de los derechos humanos: esta frase lo dice todo y al mismo tiempo nada dice. ¿Tenemos plena conciencia de la verdad ética que encierra? Que todos los seres humanos, y cada uno en particular, ¿tienen los mismos derechos? ¿Comprendemos claramente que cada individuo es a la vez un ser único y la esencia de la especie? ¿Reconocemos en nuestro modo de vida, en nuestro comportamiento, lo que significa que los derechos humanos sean parte integrante del patrimonio común de la humanidad?
Estos derechos son comunes a todos porque pertenecen a cada persona. Son universales porque trascienden las diferencias culturales. Se podrá tal vez desaprobar su aplicación homogénea en todas las culturas si con este rechazo se procura luchar contra la uniformización del mundo. Pero los valores en cuyo nombre se invocan esos derechos corresponden a aspiraciones inherentes a la condición humana, y de allí emana su universalidad.
Estos derechos poseen una dimensión colectiva -en el sentido de que pueden ser reivindicados por el individuo como miembro de un grupo o cuando su ejercicio efectivo supone un marco social. Al respecto, en vísperas del Decenio Internacional de las Poblaciones Indígenas del Mundo, es indispensable que la voz de esas poblaciones se haga oír, sea escuchada, y ocupe el lugar que le corresponde en la polifonía democrática.
En el umbral del tercer milenio, la noción de derechos humanos -interactivos, inseparables, indivisibles- se sitúa en un espacio que abarca los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos civiles y políticos, el derecho a un medio ambiente sano, a un desarrollo humano y sostenible, e incluso los derechos de las generaciones futuras. Esta ampliación permanente, tan necesaria para el ejercicio pleno de esos derechos, merece nuestro aplauso.[1]
UNA tarea concreta nos incumbe cuanto se trata de la protección y la aplicación de los derechos humanos: consolidar y extender a toda la comunidad humana la participación en los instrumentos internacionales adoptados en la materia por la Organización de las Naciones Unidas, la Organización Internacional del Trabajo, la UNESCO y otros organismos.
Esta universalidad práctica, efectiva, que estamos empeñados en conseguir, será sólo el reflejo y el corolario de aquella que es su fundamento: la universalidad axiológica, es decir, la de los valores enunciados en la Declaración Universal de Derechos Humanos, texto memorable cuyo 45° aniversario celebramos en 1993. Universalidad de los derechos humanos: esta frase lo dice todo y al mismo tiempo nada dice. ¿Tenemos plena conciencia de la verdad ética que encierra? Que todos los seres humanos, y cada uno en particular, ¿tienen los mismos derechos? ¿Comprendemos claramente que cada individuo es a la vez un ser único y la esencia de la especie? ¿Reconocemos en nuestro modo de vida, en nuestro comportamiento, lo que significa que los derechos humanos sean parte integrante del patrimonio común de la humanidad?
Estos derechos son comunes a todos porque pertenecen a cada persona. Son universales porque trascienden las diferencias culturales. Se podrá tal vez desaprobar su aplicación homogénea en todas las culturas si con este rechazo se procura luchar contra la uniformización del mundo. Pero los valores en cuyo nombre se invocan esos derechos corresponden a aspiraciones inherentes a la condición humana, y de allí emana su universalidad.
Estos derechos poseen una dimensión colectiva -en el sentido de que pueden ser reivindicados por el individuo como miembro de un grupo o cuando su ejercicio efectivo supone un marco social. Al respecto, en vísperas del Decenio Internacional de las Poblaciones Indígenas del Mundo, es indispensable que la voz de esas poblaciones se haga oír, sea escuchada, y ocupe el lugar que le corresponde en la polifonía democrática.
En el umbral del tercer milenio, la noción de derechos humanos -interactivos, inseparables, indivisibles- se sitúa en un espacio que abarca los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos civiles y políticos, el derecho a un medio ambiente sano, a un desarrollo humano y sostenible, e incluso los derechos de las generaciones futuras. Esta ampliación permanente, tan necesaria para el ejercicio pleno de esos derechos, merece nuestro aplauso.[1]
[1] Mayor, Federico “Derechos Humanos: Patrimonio Universal”. En el Correo de la Unesco. marzo 1994.